martes, 3 de mayo de 2011

El aborto. Vídeo 2, PARTE 3.

http://www.youtube.com/watch?v=0Eoji5M2Hps

El aborto. Vídeo 2, PARTE 2.

http://www.youtube.com/watch?v=Ks5fhmKCYic

El aborto. Vídeo 2, PARTE 1.

http://www.youtube.com/watch?v=H1YZtiSbGg8

LIBERTAD EN SAN AGUSTÍN.

Tanto para Platón como para Aristóteles, la concepción de la libertad estaba estrechamente ligada a la idea de la autonomía, es decir, la capacidad de decidir por sí mismo.
Pero, especialmente para Aristóteles, la cuestión de la libertad queda directamente referida al respeto, no solamente del orden natural, sino también del orden moral.
 Para el Estagirita, todos los procesos de la Naturaleza operan en función de una finalidad que les es propia, tienden a sus propios fines. Pero en el hombre, si bien sus acciones siempre tienden a un mismo fin - consistente en la búsqueda de la felicidad - ellas están caracterizadas por un poder de ejercicio de la voluntad.
En el hombre, las acciones sólo son morales cuando están gobernadas por la voluntad frente a una posibilidad de haber elegido - el “libre albedrío”; pero esa posibilidad sólo puede existir cuando el hombre no está sujeto a la coacción de la ignorancia. Aristóteles consideró que el ejercicio de la libertad es esencialmente una obra de la razón; así como que toda vez que el hombre llega a conocer el bien solamente puede actuar de acuerdo con él. La actuación del hombre es libre, cuando su finalidad racional conduce a la realización del bien.
 El concepto aristotélico de la búsqueda de la felicidad fue incluído entre los principios esenciales de la concepción liberal del Estado, por los “padres” de la Constitución de los Estados Unidos; entendido en el sentido propiamente griego.
Ese concepto tiene un sentido mucho más adecuado en su expresión en inglés, ya que la palabra happiness no significa solamente una “felicidad” en sentido subjetivo; sino un estado espiritual resultante de lograr una plena realización personal, como resultado del propio esfuerzo al desenvolverse en un ambiente que permita el completo desarrollo de todas las potencialidades individuales, en todos los órdenes de la vida, como solamente es posible en un sistema político donde exista una verdadera libertad individual que lo habilite.


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Libertad y Cristianismo.
 Naturalmente, el desarrollo del cristianismo llevó a que la cuestión de la libertad se planteara, en el plano filosófico, en función de las afirmaciones del dogma; especialmente en cuanto parecía surgir una contradicción entre el concepto de libertad del hombre y la condición de Dios como poseedor de todo el saber y de todo el poder, de lo cual resultaba la idea de la predestinación divina.
El concepto religioso del pecado, la admisión de la existencia del mal, implicaba necesariamente suscitarse a nivel filosófico la cuestión de si, para hacerse merecedor del castigo, el hombre al pecar ejercía una forma de libertad; si es concebible que el hombre disponga de la libertad para elegir optando por el mal.
Frente a estos planteamientos, los grandes pensadores cristianos de la antigüedad - sobre todo Agustín de Hipona (San Agustín) y Tomás de Aquino (Santo Tomás) - acudieron a los conceptos del libre albedrío y de la gracia.
 Para San Agustín, debe distinguirse entre el libre albedrío consistente en la existencia de una posibilidad de elección, y la libertad, que consiste en la efectiva realización del bien con un objetivo de alcanzar la beatitud. Se percibe claramente la afinidad con las ideas antes expuestas por Aristóteles.
Siendo el libre albedrío una mera posibilidad de elección, está admitido que la acción voluntaria del hombre pueda inclinarse hacia el pecado; cuanto se actúa sin la ayuda de Dios. La cuestión de la libertad, entonces, consiste en determinar de qué modo puede el hombre usar su libre albedrío para realmente ser libre, es decir, para escoger el bien.
Naturalmente, ello conduce directamente a la cuestión relativa al modo en que puede conciliarse la posibilidad de elección constituída por el libre albedrío, con la predeterminación divina. San Agustín, en definitiva, se refiere a esta cuestión como “el misterio de la libertad”; y considera que si bien Dios tiene el conocimiento previo (“presciencia”) de qué elegirá el hombre, ello no determina que de todos modos sea el hombre el que elige, con lo que sus actos no son involuntarios.
 La Gracia se presenta como un don, un algo que se tiene o no se tiene, y que se recibe como una concesión y no se obtiene como retribución de un mérito. Es un concepto especialmente perteneciente a la filosofía religiosa, tanto del cristianismo como del judaísmo y del islamismo.
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Los teólogos cristianos distinguen una gracia santificante de una gracia carismática.
Por la primera, según Santo Tomás, el hombre se une a Dios, santificándose.
 La Gracia carismática es un don de Dios, que lleva a los cristianos a perseverar en su Fé y a los infieles a creer en Él, haciendo que “el hombre plazca a Dios”. También designada como gracia actual, corresponde a las criaturas por el mero hecho de su existencia, y es la luz intelectual y determinación de voluntad que conduce al hombre a vivir conforme con Dios.
Pero la Gracia por sí sola no produce efecto, sino que requiere el consentimiento y la cooperación de quien la recibe. Según San Agustín, la gracia es lo que posibilita la libertad, al otorgar al hombre la voluntad de querer el bien y realizarlo.
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 Fuera del campo teológico, existe un concepto de la Gracia en sentido estético, surgido especialmente a mediados del Siglo XVIII. Platón había ligado la Gracia a la idea de la belleza; considerando que algo es bello y a la vez es bueno, si tiene Gracia.
Pensadores como Burke asociaron la Gracia a la belleza del movimiento; en tanto que Schiller consideró que la belleza del movimiento continuo y pausado deriva de la libertad, y que la gracia es una síntesis de la belleza estática o natural, y la belleza dinámica o moral.

San Agustín consideraba que el liberum arbitrium era “la facultad de la razón y de la voluntad por medio de la cual es elegido el bien, mediante el auxilio de la gracia; y el mal por la ausencia de ella”.
 Santo Tomás - cuya obra principal es la Summa Theologica - consideró que el hombre goza del libre albedrío como capacidad de elección, como “un poder listo para obrar”; y asimismo posee la voluntad, que necesariamente se presupone no sujeta a ninguna coacción, ni siquiera de la presciencia divina. Pero si bien estar libre de coacción es una condición de la existencia de la voluntad, no es suficiente; sino que junto a ello debe estar presente el intelecto - la inteligencia y la razón - como instrumento para el conocimiento del bien, a fin de que éste pueda constituirse en objeto de la voluntad. En consecuencia, el libre albedrío es un poder cognoscitivo. También es perceptible la clara influencia del pensamiento aristotélico.
No hay libertad del hombre sin posibilidad de elección, su libre albedrío; pero de todos modos el ejercicio de la libertad no consiste meramente en el hecho de elegir, sino que consiste en elegir lo trascendente. El hombre, enfrentado a la instancia de elegir, puede caer en el error; sobre todo, si elige exclusivamente por sí mismo, sin auxiliarse con Dios.
 Para Santo Tomás, por tanto, el hombre dispone de una completa libertad de elección, ya que - afirma - “por su libre albedrío el hombre se mueve a sí mismo a obrar”; pero ello no significa que exista la “libertad de indiferencia” a que alude la conocida “paradoja del asno de Buridán”.
La paradoja del asno.
 La paradoja del asno, atribuída a Juan Buridán, fue formulada para demostrar la dificultad de la cuestión del libre albedrío, cuando conduce a la situación de la libertad de indiferencia.
Un asno, que encontrara dos montones de heno exactamente iguales, ubicados en distintas direcciones pero a la misma distancia, no podría elegir por uno de ellos, y moriría de hambre.
La conclusión sería que, predominando en el asno la preferencia por no morir de hambre, terminaría eligiendo cualquiera de los montones de hecho; con lo cual se evidencia que la elección no está necesariamente fundada en motivos razonables.
La paradoja pone en cuestión los conceptos de libertad, elección, razón, preferencia y voluntad.
En realidad, el ejemplo es muy anterior a Buridán. Ya Aristóteles había examinado el problema de las motivaciones equivalentes.

 La idea de la “libertad de equilibrio” o libertad de elección indiferente, parte del concepto de que, si el libre albedrío es meramente la posibilidad de elegir, es un elemento solamente negativo; se trata solamente de la posibilidad de elegir o de no elegir, pero no proporciona los fundamentos para realizar un elección efectivamente acertada y definitiva. Al no disponerse de un criterio que permita explicar la razón para optar por una elección, resulta imposible ejercer ninguna acción verdaderamente libre.
La idea de la libertad indiferente ha sido fuertemente cuestionada, sobre todo por filósofos modernos como Descartes, Spinoza y Leibniz, que rechazaron la idea meramente negativa de la libertad.
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Libertad y determinismo.
 En los Siglos XVI y XVII el tema de la libertad giró especialmente en torno a la discusión de la compatibilidad o incompatibilidad de la libertad del hombre con la presciencia divina.
Luego de examinarse ampliamente las cuestiones de si Dios mueve o no la voluntad del hombre de un modo completo o si simplemente colabora con él en el ejercicio de su libre albedrío; desde el Siglo XVI, a partir del desarrollo creciente de la ciencia y consecuentemente de la creciente comprensión de las Leyes de la Naturaleza, el problema central pasó a ser el de si el concepto de libertad puede subsistir frente a la idea del determinismo. El centro del problema de la libertad, se desplazó así del campo teológico al campo de la filosofía no religiosa.
La realidad pasó a tener un componente muy perceptible con el desarrollo de la ciencia y su principio de causalidad. El concepto de la existencia de los fenómenos de producción “necesaria”, suscitó con nuevos bríos el problema de Libertad versus Naturaleza.
 Más modernamente, pensadores como Spinoza y Leibniz y también Hegel, consideraron que la libertad consiste esencialmente en obrar en conformidad con la naturaleza, que se encuentra en armonía con la realidad. Con variable intensidad, los filósofos de este período intentaron conciliar la idea de libertad con el determinismo, tendiendo a considerar el libre albedrío como conducente a elegir en conformidad con la naturaleza.
El determinismo, en general, consiste en la afirmación de que en el mundo de la realidad lo que ha existido, existe o existirá, como lo que ha ocurrido, o ocurre y ocurrirá, está absolutamente prefijado.
Las doctrinas deterministas son resultantes de la concepción mecanicista del Universo. Se trata de una doctrina que no es susceptible de prueba de tipo “científico”, en cuanto obviamente sólo podría probarse conociendo el futuro de antemano. Por lo tanto, funciona en condición de hipótesis; ya sea considerada como una hipótesis de índole metafísica o de índole científica.

 Emmanuel Kant, abordó el problema de la libertad y el determinismo desde el punto de vista de considerar que la “necesariedad” existente en la Naturaleza no impide la libertad; y considerar la posibilidad de su coexistencia.
Afirmó Kant que el determinismo existe en relación con el mundo de los fenómenos pero que la libertad existe en el noúmeno.
Noumenón es un término griego antiguo, cuya traducción más aproximada sería la que lo refiere a “las cosas que son pensadas”.
Fue Platón el que más claramente distinguió el mundo inteligible, o mundo de lo racional, del mundo sensible o mundo de los fenómenos materiales; afirmando que la única realidad metafísica, el único mundo cognoscible o susceptible de conocimiento real en vez de objeto de mera “opinión”, es el mundo nouménico.
Kant analizó en su “Crítica de la Razón Pura” el concepto de las apariencias como los objetos pensados que corresponden al mundo de las categorías, designados fenómenos; en tanto que los objetos pertenecientes meramente al entendimiento, accesibles mediante la intuición no sensible, son designados noúmenos.

 Para Kant, en el reino de la Naturaleza, que es el reino de los fenómenos, rige un completo determinismo; pero la libertad existe en el reino de los noúmenos, reino de lo moral, de tal modo que la libertad es un postulado moral.
El hombre es libre, no porque pueda apartarse de las leyes que rigen el mundo de lo natural, sino porque él no es enteramente una mera realidad natural. En sus relaciones empíricas, el hombre debe someterse a las leyes de la Naturaleza; pero como ser inteligente, en sus relaciones inteligibles, el mismo individuo que debe someterse a aquellas leyes, es libre. La libertad, por lo tanto, es esencialmente un concepto propio del individuo, y se ejerce por el individuo.
 Hegel considera que la libertad es, fundamentalmente, la libertad de la Idea; pero no consiste en el libre albedrío que constituye apenas un momento en el desenvolvimiento de la Idea rumbo a su propia libertad. La libertad, en sentido metafísico, es la autodeterminación, que no se asimila al azar, sino que es resultante de la determinación racional del propio ser.
El pensamiento de Hegel conduce la cuestión de la libertad hasta el terreno de la Historia. En el Siglo XIX, el debate filosófico en torno a la cuestión de la libertad se deriva hacia el tema de si el hombre puede ser libre tanto de los fenómenos de la Naturaleza, como de aquellos de la sociedad.
Surgió una corriente materialista, para la cual el determinismo tiene una vigencia universal; y otra corriente liberal, conforme a la cual no solamente la libertad es posible, sino que es el elemento esencial del hombre, tanto en el orden moral o psicológico como religioso o moral, y asimismo en la sociedad.
 John Stuart Mill aparece como expositor del tema de la libertad desde el punto de vista empírico, no como una cuestión de especulación teórica o filosófica, sino como una cuestión de hecho. Henri Bergson sostuvo que el “yo” (o la conciencia) es libre, precisamente porque no se rige por las leyes de la mecánica, mediante las que se regulan las relaciones de los fenómenos naturales.
 La corriente materialista extremó el concepto del determinismo, llegando a afirmar que no solamente los fenómenos naturales están sometidos a un determinismo universal, sino también las circunstancias de la Historia.
Carlos Marx sostuvo el determinismo histórico, conforme al cual la Historia está sujeta a un proceso, si bien no de carácter mecánico sí de carácter dialéctico - siguiendo las ideas de Hegel - de tal manera que en su doctrina tanto filosófica como política, resultaba inútil tratar de oponerse a “la Marcha de la Historia”.
Marx y Engels unieron a la concepción del determinismo de la Historia la confección de una ideología de carácter utópico y voluntarista, equivalente a la creada por Platón, que a su criterio constituía el objetivo hacia el que avanzaría esa Marcha de la Historia: el socialismo.
 El desarrollo lógico de la concepción determinista de Marx, condujo a la concepción política del Estado totalitario; y consecuentemente al sometimiento a la voluntad colectiva de toda autonomía individual en todos los ámbitos de la vida.
El surgimiento histórico del Estado totalitario - inicialmente en la U.R.S.S., y luego en la Italia fascista, en la Alemania nazi y en otras naciones - fue consecuencia de la concepción de la filosofía materialista y de doctrina del determinismo histórico. Él condujo a una situación en que, estando los gobernantes de esos Estados convencidos - o afirmando estarlo - de que se encontraban en posesión de una verdad absoluta resultante de ese imperativo determinista, era lógico suprimir toda discrepancia, y no solamente en el plano de lo político o lo económico, sino incluso en el ámbito de la filosofía, la literatura, el arte, e incluso la ciencia.
 El trasplante de la concepción determinista del universo físico al mundo de lo social, no podría haber sido en la práctica sino consecuente con su concepto de la inexistencia de toda libertad.
No es de sorprender, entonces, que puesto en evidencia lo trascendente de los conceptos filosóficos acerca de cuestiones aparentemente reservadas al campo de mero análisis intelectural, en su relación con la vida real de las sociedades humanas, esa concepción haya sido sustento de los totalitarismos políticos, que suprimieron hasta los últimos vestigios de libertad.


EL PROBLEMA FILOSÓFICO DE LA LIBERTAD EN SAN AGUSTÍN.

Agustín siempre se sintió atraido hacia el tema – problema que podríamos formular así: ¿por qué existe el mal en el mundo?. En un primer momento, durante su juventud, creyó encontrar la respuesta en el Maniqueísmo, secta seudo cristiana fundada por Mani. Después de algunos años abandonó esta escuela filosófica al percatarse de las contradicciones y soluciones demasiado simplistas que esta doctrina daba al problema que preocupó siempre a Agustín.

Una vez convertido al catolicismo, encontró en las Escrituras la solución al problema, elaborando así Agustín su propia respuesta filosófica.

INTRODUCCIÓN
Un problema siempre es la difícil conciliación de dos verdades discutibles que aparentemente se excluyen. En el problema que abordamos estas dos verdades son: la libertad del hombre y el señorío de Dios y su gracia.
La solución agustiniana al problema se basa en una concepción peculiar de la libertad. La definición que da san Agustín de la libertad comporta dos elementos: autodeterminación de la voluntad y orientación al bien.
La voluntad es un riesgo pues se puede hacer buen o mal uso de ella, pero funda la grandeza del hombre.
Una piedra cuando cae busca su “lugar”, pero sin saberlo ni quererlo. El hombre por el contrario ha de ir a Dios que es “su lugar”, su fin, de modo consciente y voluntario. A esta voluntad  Agustín la denomina: libre albedrío.

LIBRE ALBEDRÍO PARA EL BIEN
El libre albedrío no es un valor absoluto, está encaminado a un fin: el bien. El hombre posee una esta libertad radical e inicial llamada libre albedrío para alcanzar su fin: Dios, sólo así será verdaderamente libre (con Libertad). El hombre está destinado a Dios pues de Él salió y a Él debe volver, si no orienta el libre albedrío hacia ese fin queda frustrado, incompleto, infeliz: “Nos has hecho Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”, afirma en una célebre frase de las “Confesiones”.

DOS TESIS AGUSTINIANAS
  1. El libre albedrío o voluntad del hombre es incuestionable, y negarlo equivaldría a decir que el hombre no es hombre
  2. La gracia confiere al hombre la libertad. Por la gracia el libre albedrío alcanza la libertad

El libre albedrío no es valor absoluto sino relativo (referido a) a la consecución del fin. Se trata de estar liberados de los obstáculos que nos impiden alcanzar nuestro bien. El esclavo era aquel cuya acción estaba dirigida por otro a un fin ajeno, la determinación y finalidad de la acción, su por y su para le eran ajenos, por eso era un hombre alienado, enajenado.
En cambio, el hombre libre, en su acción busca su propio fin y lo busca de modo consciente y voluntario.
Si el fin de mi acción no es mi  bien, mi acción es servidumbre, si es mi bien, mi acción es libertad.
Para que el hombre sea libre con libertas, se requiere que además de estar autodeterminado  (tener el dominio del propio acto), el acto vaya orientado al fin propio, o sea, no es libre el que quiere cualquier cosa (éste sería siervo) sino quien quiere lo que es su bien. A estas alturas debemos dejar sentado que en Agustín el Bien es Dios.
El solo libre albedrío no es todavía libertad, libertad implica ordenación al fin, voluntad del Bien. Quien orienta su voluntad a un fin ajeno es esclavo, porque sirve a cosas inferiores a él o a seres iguales a él.
Todos tenemos la voluntad natural de felicidad, la felicidad es definida por Agustín como “gozo por la verdad”, y la verdad es Dios o remite a Él. Por tanto, desear la felicidad es implícitamente desear a Dios, Verdad y Realidad plena, Dios es por tanto el fin del hombre. Si Dios es el fin del hombre, es su señor. El hombre será libre (con libertas) cuando consciente y voluntariamente se oriente y dirija hacia su fin. Será siervo, cuando consciente y voluntariamente (con libre albedrío) se oriente y dirija a un fin distinto.
Paradójicamente Agustín dirá: “sólo es libre quien sirve a Dios”. La razón: porque Dios es mi fin, mi bien.
En cambio, quien no sirve a Dios no es libre, porque sirve a un señor que no es el suyo.
No pensemos que quien rehusa servir a Dios no sirve a nadie y no tiene señor: es siervo de la imagen equivocada que se hace de sí mismo.  Por tanto la alternativa es: servicio o servidumbre. Solo es libre quien sirve a su señor, quien quiere su bien, quien se somete a la verdad de su ser, y el hombre es un ser – para –Dios: “nos hiciste Señor para Ti”
Para Agustín el pecado fundamental, raíz de los demás, consiste en la soberbia, la voluntad de evadirse del servicio de Dios. Y el pecado no libera sino que enajena y esclaviza.

LIBRE ALBEDRÍO, LIBERTAD Y GRACIA
El hombre, después del pecado original, no puede sin un auxilio gratuito de Dios querer su bien ni servir a su señor. Antes del pecado original el hombre era libre con libertas pues podía no pecar, pero eso se perdió, por lo que ahora al hombre sólo le queda el libre albedrío.
El hombre con el libre albedrío ha podido caer, pero no puede levantarse y volver a Dios solo, necesita el auxilio divino, el cual se llama GRACIA. “El hombre puede sacarse los ojos, pero no puede devolverse la vista a sí mismo”.
El libre albedrío alcanza para pecar pero no alcanza para abandonar el pecado, necesita la ayuda de Dios.
El libre albedrío es condición necesaria y suficiente para el pecado, pero solo es condición necesaria (y no suficiente) para la salvación.
El hombre dejado solo, únicamente puede obrar el mal, para hacer el bien necesita de la gracia.

MANIQUEÍSMO Y PELAGIANISMO
El maniqueísmo afirmaba que el mal que hace el hombre, no lo hace el hombre sino el principio del mal que está en él. Agustín demuestra en sus obras anti maniqueas que el mal no es obra de un dios malo, sino del hombre libre. O sea, en contra de los maniqueos, Agustín afirma que el origen del mal está en el libre albedrío.
El pelagianismo sostenía que el pecado original no había dejado huellas negativas en el hombre, y que por tanto el hombre solo, con su voluntad era capaz de realizar el bien. En sus obras anti pelagianas, Agustín afirma que el solo libre albedrío no alcanza para hacer el bien, sino que es necesario el auxilio de la gracia.
Sólo con el auxilio de la gracia alcanza el libre albedrío su plenitud en la libertas. La gracia nos capacita para querer nuestro bien, para servir a nuestro Señor. Sólo por la gracia podemos ser Libres.

¿CÓMO NOS LIBERA LA GRACIA?
El hombre en el estado actual, perdida la perfección original , se halla sometido a dos fuerzas antagónicas: la atracción de Dios y la de sí mismo. Para amar a Dios que es el Bien y la Verdad, necesito que me sea deleitable, que me agrade más que los bienes finitos, ésta es la acción de la gracia: hacer que el fin, mi fin,  me agrade de modo que lo quiera eficazmente.
El justo es aquél al que le agrada más no pecar que pecar, y hace el bien no a la fuerza sino voluntariamente con libre albedrío, la gracia no arrastra, no obliga, solo atrae. No es que Dios quiera en lugar del hombre, es el hombre quien quiere bajo el influjo de la gracia, por tanto el acto bueno es a la vez hombre y todo de Dios. No pensemos dice san Agustín que el hombre solo, llega hasta un cierto grado de bondad y que luego Dios le ayuda para que llegue más arriba. No. Todo lo hace Dios... y todo lo hace el hombre (dado que lo hace voluntariamente).
Una consecuencia importante de lo anterior es la necesidad de la acción del hombre, el cual ha de cooperar activamente con la gracia: “quien te hizo sin ti, no te salvará sin ti”

LIBERTAD Y AMOR
La gracia nos hace libres, por ella amamos a Dios que es nuestro bien y nuestro fin. El amor nos hace libres: “la ley de la libertad es la ley de la caridad”. Y solo la gracia nos capacita para amar desinteresadamente o sea, amar verdaderamente como ama Dios, liberándonos del amor egoísta  que quisiera hacer de Dios y de los demás un medio para alcanzar la propia felicidad. (Sobre esto ha escrito el actual Papa Benedicto XVI en la Encíclica: “Deus caritas est” -enero 2006- distinguiendo el amor erótico del amor de ágape, en el 1ero, el centro aun soy yo, en el 2do el centro es el otro)

UNA CUESTION NO RESUELTA
¿Por qué a unos les deleita más hacer el bien y a otros el mal?
A esta pregunta, verdaderamente profunda e importante, unas veces Agustín confiesa que no tiene respuesta y que nos hallamos frente a un misterio. Otras veces responde: si les gusta más el pecar es culpa de ellos pues son soberbios y no oran. Pueden orar para conseguir que  la delectación del bien sea superior a la del mal. Pero orar es un acto bueno, por tanto es necesaria la gracia para querer orar y para orar de hecho, por lo que estamos en un proceso hasta el infinito. Probablemente sí, aquí Agustín ha dejado algo sin respuesta, aunque en algún momento parece afirmar que el hombre con el solo libre albedrío puede pecar u orar, entendiendo el orar más que como una acción, algo activo: oponerse a Dios, mientras que orar sería algo más bien pasivo, dejar de oponerse a Dios.

¿DIOS ES LIBRE?
Si por libertad se entiende la elección entre el bien y el mal, Dios no es libre pues no puede hacer el mal, su esencia es el Bien, el Amor. Si dejara de amar dejaría de ser quien es.
Pero para Agustín libertad es otra cosa, es: ordenarse al fin voluntariamente, por tanto Dios es libre, en Él la libertad es plena, en los demás seres será mayor o menor, según cuánto y mejor se ordenen al fin. El hombre participa de la libertad de Dios. hay entonces grados en la libertad. Por eso los bienaventurados en el cielo son más libres que los que estamos en la tierra pues ya no eligen sino el Bien y se deleitan en Él, han alcanzado el fin para que el fueron creados.


EL FALSO DILEMA ENTRE LIBERTAD E IGUALDAD.

Carlos Vaz Ferreira comienza su Lógica Viva afirmando: “Una de las mayores adquisiciones del pensamiento se realizaría cuando los hombres comprendieran –no sólo comprendieran, sino sintieran– que una gran parte de las teorías, opiniones, observaciones, etc., que se tratan como opuestas, no lo son. Es una de las falacias más comunes, y por la cual se gasta en pura pérdida la mayor parte del trabajo pensante de la humanidad, la que consiste en tomar por contradictorio lo que no es contradictorio; en crear falsos dilemas, falsas oposiciones. Dentro de esa falacia, la muy común que consiste en tomar lo complementario por contradictorio, no es más que un caso particular de ella, pero un caso prácticamente muy importante.

La sabiduría de estas palabras no sólo nos enseña el papel central que la reflexión filosófica puede desempeñar en la actividad práctica, sino que ella también devela el eje central de los grandes equívocos ideológicos y políticos que padecemos en el país desde hace más de tres décadas.

El nudo central de nuestros problemas y que ha impedido el desarrollo de la sociedad uruguaya, es el derivado de la falsa oposición entre libertad e igualdad, con sus consecuentes simplificaciones ideológicas y políticas.

Lo que a nosotros nos ha sucedido, desde fines de la década de los sesenta, se inscribe en lo acontecido en el mundo a lo largo y ancho del siglo XX, que transcurriera signado por esa falsa oposición entre libertad e igualdad, con experiencias que buscaron desarrollar la libertad en detrimento de la igualdad o intentando imponer la igualdad conculcando la libertad. El resultado ha sido que, ni la libertad ni la igualdad han podido desarrollarse exitosamente cuando una sojuzga a otra, haciendo de la fraternidad la tercera excluida.

Immanuel Kant postulaba “que toda libertad pueda coexistir con la de los demás”, fórmula que encuentra complementariedad con la enunciada por José E. Rodó: “no existe otro límite legítimo para la igualdad humana que el que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, consentido por la libertad de todos.”

Tanto la fórmula de Kant, como la de Rodó, siguen siendo objetivos a perseguir por las sociedades democráticas actuales. Mas, al unir la síntesis de Rodó con la fórmula de Kant, podemos encontrar uno de los puentes más importantes entre libertad e igualdad, para hermanarlas fraternalmente, pues aunque no enunciada, la fraternidad preside las fórmulas de los dos pensadores. Kant propone una organización social compuesta por hombres libres de la que, incluso las sociedades democráticas más desarrolladas, se encuentran aún lejos. Rodó le agrega el límite de la igualdad, que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, lo que presupone que cada ser humano tendrá las condiciones materiales y espirituales para poder desarrollarlas.

Como señaláramos en el artículo de la semana pasada, cada criatura que llega al mundo, es genéticamente diferente a todas las demás, pero dependerá de las circunstancias en que se desenvuelva su vida, para que pueda construir su propia personalidad y disfrutar de la libertad - que cada vez más depende de las posibilidades de enriquecimiento intelectual, del desarrollo de sus facultades cognoscitivas, sensibles y racionales a la misma vez.

La sociedad humana que Kant y Rodó implícitamente proponen, brinda las condiciones para que cada persona desarrolle todas las potencialidades que la naturaleza le brindó.

La política auténtica, regida por un pensamiento crítico-creador al servicio del cambio social, de la transformación humanista de la sociedad, debe buscar, a través de la justicia, que el desarrollo de la sociedad democrática consista en que, crecientemente, las personas que la constituyan no sólo puedan vivir decorosamente, sino, fundamentalmente, contar con las posibilidades de desarrollarse intelectualmente, para ser enteramente libres y poder actuar con toda la personalidad.

Cada persona es única y por esto no es un abuso del lenguaje hablar de la ‘santidad de la persona”, escribe Octavio Paz en “La llama doble (1994), uno de sus últimos ensayos. Y como recientemente la genética lo ha demostrado -dándole la razón a tantos grandes hombres que, a través de los siglos, así lo habían intuido-, los seres humanos somos las únicas criaturas del universo que no nos reproducimos, porque poseemos la facultad innata de crear criaturas únicas.

Todos, al nacer, contamos con la misma potencialidad de desarrollar nuestro talento, pero solo muy pocos tienen las posibilidades materiales y espirituales de desarrollarlo en una actividad creadora.

De ahí, entonces, la justeza de la afirmación de que hasta tanto la  persona humana no pueda vivir como tal, desarrollando todas las facultades con que la naturaleza la distinguió, se continuará transitando por la real prehistoria de la humanidad.

Luis Alemañy

AMOR ERÓTICO, de PHYLÍA y AGÁPICO. Benedicto XVI.

Encíclica “Deus est Caritas”. 1ra. Parte, (25 enero 2006)
  
El objetivo de Ratzinger en la Encíclica no es filosófico, sin embargo, en la 1ª parte hace un abordaje filosófico del amor erótico, de phylía y agápico en los hebreos y los griegos, que son un resumen serio, y en la medida que nos ahorra embarcarnos en lecturas múltiples sobre estos temas es también útil. A su vez nos sirve para complementar lo ya visto sobre el pensamiento hebreo.

“El israelita creyente reza cada día con las palabras del libro del Deuteronomio, que compendian el núcleo de su existencia: ´Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (6,4-5)... y en el Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19,18).
En el AT griego se usa sólo dos veces la palabra eros...de los tres términs griegos relativos al amor – eros, phylía (amor de amistad) y ágape- los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (phylía) a su vez, es aceptado y profundizado en el evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Ese relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra ágape, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con reciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio...La Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesto en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos haga pregustar algo de lo divino?
Pero, ¿es realmente así?, el cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?. Recordemos el mundo precristiano. Los griegos – sin duda análogamente a otras culturas- consideraban el eros ante todo como un arrebato, una “locura divina” que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: ´Omnia vincit amor´, dice Virgilio en las Bucólicas, y añade: ´et nos cedamus amori´, rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentran la prostitución “sagrada” que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento  se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró la guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la “locura divina”: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación, para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.
En estas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esa meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.
Esto depende ante todo de la constitución  del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazarla carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: “¡Oh Alma!”. Y Descartes replicó: “¡Oh Carne!”. Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor –el eros- puede madurar hasta su verdadera grandeza...El eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía...La fe judeo cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma...Ciertamente el eros quiere remontarnos “en éxtasis” hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación.
¿Cómo hemos de describir este camino de elevación y purificación, cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente? Una primera indicación importante podemos encontrarla en el Cantar de los Cantares, libro de poesías de amor escrito quizá para una fiesta nupcial israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el “amor”. Primero, la palabra “dodim”, que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término “ahabá”, que la traducción griega del AT denomina con el vocablo “ágape”, el cual se convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún lo busca.
A estas alturas nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el amor “mundano” y ágape como denominación del amor fundado en la fe. Con frecuencia uno y otro se contraponen, uno como amor “ascendente” y el otro “descendente”. Hay otras clasificaciones afines, como por ej. la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade el amor que tiende al propio provecho...En realidad eros y ágape nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad- , al aproximarse la persona al otro se planteará cada menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro. Así, el momento del ágape se inserta en el eros inicial. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir.
A las preguntas formuladas hemos encontrado una primera respuesta todavía más bien genérica: en el fondo, el “amor” es una única realidad, si bien con diversas dimensiones, según los casos una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También hemos visto que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos: la imagen de Dios y la imagen del hombre.

Novedad de la fe bíblica

Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara...En la fe bíblica es claro: “El Señor nuestro Dios es solamente uno”. Existe un solo Dios, que es el creador y es Dios de todos los hombres. Aquí hay dos elementos singulares: que los otros dioses no son Dios y que toda la realidad se remite a Dios, es creación suya...Estima a cada creatura porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha “hecho”. Y el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. La potencia divina a la que Aristóteles, en a cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser –como realidad amada, esta divinidad mueve e mundo (Aristóteles, “Metafísica”)- pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante es también totalmente ágape (Pseudo Dionisio Areopagita, “Los nombres de Dios”, donde llama a Dios eros y ágape al mismo tiempo)...No solo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del ágape en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido “adulterio”, ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en eso se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte Efraím, cómo entregarte Israel?...Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11,8-9). El amor apasionado de Dios por el hombre es un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristianismo ve perfilarse ya en esto, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.
El aspecto filosófico e histórico – religioso que se ha de subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas –el Logos, la razón primordial- es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el ágape...Se da ciertamente una unificación del hombre con Dios –sueño originario del hombre- , pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos –Dios y hombre- siguen siendo ellos mismos...
La novedad de la fe bíblica consiste como vimos en la imagen de Dios, la segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del hombre.
“¡Esta sí es que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gén2,23), “Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén2,24). En estas palabras hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre, solo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, “se convierten en una sola carne”. No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en una amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo, y viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene paralelo alguno en la literatura fuera de ella...
En el desarrollo de este encuentro entre Dios y el hombre se muestra que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad...El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por concluido y completado, se transforma en el curso de la vida, madura, y por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío (S. Agustín, Confesiones).
De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia. Consiste en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Su amigo es mi amigo....

Eutanasia y Legalidad. Vídeo.

El aborto. Vídeo 1.

LOS DERECHOS.

Brenda Almond
Peter Singer (ed.), Compendio de ÉticaAlianza Editorial, Madrid, 1995 (cap. 22, págs. 361-376)

1. Introducción histórica
Durante la II guerra mundial se registraron violaciones de los derechos humanos a escala desconocida, pero su conclusión vio el origen de una nueva época en favor de estos derechos. Tras alcanzar su punto álgido en el siglo XVII, cuando autores como Grocio, Puffendorf y Locke defendieron la idea de los derechos, éstos pasaron a desempeñar un papel decisivo en las revoluciones de finales del siglo XVIII. Sin embargo, en los siglos XIX y comienzos del XX la apelación a los derechos estuvo eclipsada por movimientos como el utilitarismo y el marxismo, que no pudieron -o quisieron- darles cabida.
La época contemporánea ha conocido un nuevo cambio de rumbo y en la actualidad los derechos constituyen una materia de difusión internacional en el debate moral y político. En muchas partes del mundo, independientemente de las tradiciones culturales o religiosas, cuando se discuten cuestiones como la tortura o el terrorismo, la pobreza o el poder, muy a menudo se despliega la argumentación en términos de los derechos y de su violación. También en las sociedades los derechos desempeñan un importante papel en la discusión de cuestiones morales controvertidas: el aborto, la eutanasia, el castigo legal, el trato a los animales y del mundo natural, nuestras obligaciones recíprocas y para con las generaciones venideras.
Si bien desde el punto de vista lingüístico son un fruto comparativamente reciente, los derechos se encuadran en una tradición de razonamiento ético que se remonta a la antigüedad. En esta tradición la noción de derechos tiene más una connotación legal que ética. Como muestra Stephen Buckle en el artículo 13, «El derecho natural», la concepción de los derechos humanos universales tiene sus raíces en la doctrina del derecho natural. Los griegos, en particular los filósofos estoicos, admitían la posibilidad de que las leyes humanas reales fuesen injustas.
Observaron que las leyes variaban de uno a otro lugar, y llegaron a la conclusión de que estas leyes vigentes -leyes por convención- podían contrastarse con una ley natural que no era así de variable o relativa, una ley a la cual todos tuviesen acceso mediante la conciencia individual, y por la cual podían juzgarse -y en ocasiones denunciarse- las leyes reales de épocas y lugares concretos.
Si bien los griegos no realizaron esta transición, de hecho esta idea de ley natural fácilmente desemboca en la noción de derechos naturales que delimitan un ámbito en el que las leyes hechas por el hombre, las leyes de los estados, están sujetas a límites impuestos por una concepción de la justicia más amplia. Pero resulta significativo que en la época antigua fue este concepto de persona interior independiente del contexto social lo que hizo del estoicismo una filosofía especialmente atractiva para los esclavos -o para las personas cuyos derechos carecían por completo de reconocimiento público o social.
Posteriormente, la ampliación del Imperio Romano ofreció un contexto legal y político más amplio en el que el ius gentium romano articuló en la práctica esta noción en un sistema legal aplicable a todos, independientemente de su raza, tribu o nacionalidad.
Un elemento adicional en el desarrollo de la concepción de una ley moral independiente de su vigencia local fue el respeto al individuo y a la conciencia individual característico de la religión cristiana, aunque los cristianos están divididos sobre la cuestión de si la ley es independiente de Dios o es un resultado del mandato divino. Sin embargo, en ambos casos se crea una relación entre el ser humano y su conciencia que incluso puede justificar el rechazo de los súbditos a su gobernante. Esto se ilustró de manera contundente con el proceso y ejecución del rey Carlos 1 en 1649, un acontecimiento que según algunos marca el inicio de la concepción moderna de los derechos.
Sin embargo, fue el filósofo inglés John Locke quien reivindicó los derechos a la vida, la libertad y la propiedad que más tarde los americanos incluyeron en su Declaración de Independencia de 1776, sustituyendo sin embargo el derecho a la propiedad por el derecho a alcanzar la felicidad.
Tras la Revolución francesa de 1789, la Asamblea Nacional francesa promulgó una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que establecía los derechos a la libertad y la propiedad, pero añadía la seguridad y la resistencia a la opresión. En respuesta a las crítica de Burke a esta Revolución, Tom Paine publicó en 1791 su obra Los derechos del hombre.
Las declaraciones de derechos contemporáneas han sido considerablemente más detalladas y de mayor alcance, adoptando la forma de acuerdos internacionales, algunos de los cuales tienen fuerza legal para los estados que los suscriben, y otros no son mucho más que una declaración de aspiraciones. La Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (1950) es un ejemplo del primer tipo, y cuenta con el Tribunal Internacional de La Haya, para juzgar los casos que se le presentan. La Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (1948) constituye un ejemplo del segundo tipo, aunque luego recibió el apoyo de acuerdos internacionales más específicos sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales y sobre Derechos Civiles y Políticos (1976).
Mientras que la noción de los derechos del siglo XVIII era protectora y negativa, imponiendo límites al trato que los gobiernos podían dispensar a sus súbditos, la concepción moderna añade a éstos un elemento positivo, incluyendo derechos a diversos tipos de bienes relacionados con el bienestar. Pero como la cobertura de derechos, como el derecho a la educación o la sanidad, exige los impuestos y una compleja burocracia, esto ha llevado a una bifurcación de los derechos. Mientras que los
antiguos derechos negativos limitaban al gobierno, los derechos positivos recientes justifican su expansión con vistas a conseguir una mayor riqueza social, confort o progreso económico. Sin embargo, sólo la adición de este segundo concepto de derechos ha dado lugar a los apoyos necesarios para la formación de las Naciones Unidas y posteriormente de los acuerdos europeos.
2. El análisis de los derechos
Mientras que unos celebran esta evolución, otros consideran que la apelación generalizada a los derechos constituye una no saludable proliferación de una idea que o es sospechosa o redundante. Los interrogantes que rodean la cuestión empiezan por poner en duda el sentido mismo de esta noción. Para responder a esta crítica es preciso ofrecer, ante todo, un análisis satisfactorio de los derechos, y en segundo lugar una justificación del uso de este vocabulario. Pues los derechos son sólo un elemento de nuestro vocabulario moral, que incluye también términos como «deber», «obligación», <(correcto» (utilizado como adjetivo), «mal», «debe», así como términos que pueden parecer o bien rivales de los «derechos» o una parte esencial de su significado -términos como «libertades», «exigencias», «inmunidades» y «privilegios». Si puede traducirse el término «derechos» en cualquiera de estos otros, puede parecer redundante hablar de derechos.
Sin embargo, antes de abordar estas cuestiones es útil subrayar algunas distinciones adicionales. La discusión práctica de los derechos antes citada incluye probablemente lo que en la actualidad se denominan derechos humanos. La justificación de derechos de este tipo es esencialmente ética, aunque la comunidad internacional, en su intento de consagrarlos legalmente, pretende convertir su justificación en una cuestión de hecho y práctica.
En muchos estados soberanos, muchos derechos son ya una cuestión legal de este tipo. Pero no todos los derechos legales son también derechos morales, e incluso en una sociedad que conozca un considerable acuerdo sobre cuestiones relativas a la conducta, seguirán existiendo muchos derechos morales sólo como derechos morales y no como legales. Una cuestión relativa a la existencia de un derecho legal se responde demostrando si existen normas legales que detallan ese derecho y especifican penas para la violación de aquéllas normas (como ha señalado el jurista H. L. A. Hart, la validez de las propias normas legales es una cuestión adicional, que puede tener que decidirse comprobando si son congruentes con los principios establecidos en la Constitución de un país o bien, en los países sin constitución escrita, atendiendo a la jurisprudencia (art, 19761).
Hay muchos ejemplos de derechos puramente legales, a menudo simplemente cuestiones de cualificación técnica, pero que también incluyen una categoría importante de derechos a hacer cosas que moralmente deben hacerse. Pueden incluir también derechos a hacer cosas malas para uno, con lo que no puede definirse un derecho como algo que supone un beneficio para uno. Algunos cuestionan la existencia de derechos morales por las razones que presentamos más adelante, pero si existen derechos morales, éstos incluyen derechos que nadie pensaría en convertir en derechos legales -
cosas como, por ejemplo, el derecho al agradecimiento de un beneficiario, el derecho a la propia opinión sobre una cuestión no disputada.
Hay, pues, tres categorías amplias a examinar: los derechos humanos universales (que se reclaman como derechos morales pero que también se pretenden convertir en derechos legales); los derechos legales específicos, y los derechos morales específicos. En este marco pueden identificarse algunas cuestiones adicionales:

1. ¿Qué o quién puede ser titular de un derecho? ¿Tiene limitaciones el tipo de ser que puede considerarse titular de un derecho?
2. ¿A qué tipo de cosas puede haber derecho? ¿Cuál es el contenido u objeto de un derecho?
3. ¿Cuál puede ser el fundamento o la justificación de los derechos? ¿Hay derechos que se justifican a sí mismos quizás de un modo que les vuelve éticamente más fuertes que cualquier cosa de la que puedan derivarse? En este caso, ¿significa esto que es posible fundamentar la propia moralidad en derechos?
4. ¿Existen derechos inalienables?
5. ¿Existen derechos absolutos?
Parece claro que la respuesta a estos interrogantes puede variar en función de cuál de las tres categorías de derechos se considere. Un derecho no es una cosa excepto en el sentido en que los deberes, obligaciones y promesas son cosas. Todo esto son nombres abstractos, y como mejor se comprenden es en términos de lo que afirman sobre las relaciones humanas y la acción humana. Algunos autores (por ejemplo, A. R. White)
afirman que las oraciones que incluyen el término «derecho» son fácticas, y por ello pueden considerarse verdaderas o falsas. Sin embargo, otros como los realistas escandinavos Axel Hagerstróm y Karl Olivecrona defienden un análisis emotivista. Es decir, creen que afirmar un derecho es adoptar una posición más que enunciar un hecho. Frente a ambos, el filósofo norteamericano Ronald Dworkin defiende que se interpreten como tipos de hechos especiales -hechos morales- que, por analogía con los juegos de cartas, pueden considerarse triunfos en las disputas morales (véase la explicación de los «triunfos morales» en el artículo 18, «Una ética de los derechos prima facie»). Por ejemplo, puede conseguirse un considerable bien usurpando una herencia, pero el derecho del heredero impide incluir esto en el calendario moral. Una idea similar es la de Robert Nozick cuando describe los derechos como limitaciones colaterales. Los libertarios en general consideran que los derechos imponen límites importantes a la acción de gobierno.
Sin embargo, no todos los derechos son del mismo tipo. Para empezar, hay derechos tanto activos como pasivos: derechos a hacer cosas, y derechos a que hagan cosas a uno o para uno. Pero este término incluye todavía una mayor variedad. Normalmente se conviene en que las diferencias incluyen derechos como exigencias, como potestades, como libertades o como inmunidades. El sentido dominante puede bien ser el de «exigencia» y en este sentido, que es también el más estrecho, es el correlato de «deber». Estas distinciones pueden apreciarse mejor en estos ejemplos:

i) Exigencias: un derecho a obtener la devolución de un préstamo es una exigencia de un acreedor que genera un correspondiente deber de devolución por parte del deudor.
ii) Potestades: un derecho a distribuir la propiedad por testamento es un ejemplo de derecho que es una potestad, que comporta la capacidad de afectar a los derechos de otras personas.
iii) Libertades: la ley puede otorgar una libertad o privilegio a determinadas personas no imponiéndoles un requisito potencialmente oneroso -por ejemplo, ofrecer testimonio en los tribunales contra el cónyuge.
iv) Inmunidades: puede protegerse a una persona de las acciones de otras: por ejemplo, en el caso de un sindicalista, el derecho a afiliarse al sindicato es una garantía de inmunidad de la acción de un empleador que pueda pretender prohibirlo.

La taxonomía de derechos más conocida fue la ofrecida por el jurista Wesley N. Hohfeld quien formuló la siguiente tabla de derechos correlativos y contrarios:




3. Justificación de un vocabulario de los derechos
Todas las distinciones citadas han sido distinciones en el campo de los derechos. Contribuyen al análisis de los derechos, aun cuando no zanjan la cuestión fundamental de si la afirmación de derechos es, por una parte, una descripción de una situación de hecho o bien, por otra, cierto tipo de decisión, propuesta o expresión retórica. Pero la cuestión del análisis profundo de los derechos no afecta a su uso o utilidad, y esto significa que justificar el uso de un vocabulario de los derechos es una cuestión independiente, que ha de abordarse de diferente modo.
No obstante, el análisis de los derechos tiene implicaciones para esta cuestión adicional. En primer lugar, el análisis de los derechos revela una riqueza y complejidad de significado que no puede transmitir ninguno de los demás términos morales disponibles.
Y en segundo lugar muestra por implicación que no hay razón para considerar los derechos como términos más sospechosos desde el punto de vista lógico que otros términos morales como «deber» u «obligación».
Pero además de estas consideraciones, hay fuertes razones pragmáticas para favorecer un vocabulario de los derechos. Los defensores de los derechos, por ejemplo, consideran una ventaja importante que los derechos enfoquen una cuestión desde el punto de vista de la víctima o de los oprimidos, más que desde la perspectiva de las personas con poder. Como ha dicho el líder abolicionista negro Frederick Douglass:
El hombre que ha sufrido el mal es el hombre que tiene que exigir compensación. El hombre AZOTADO es el que tiene que GRITAR -y... el que ha soportado el cruel azote de la esclavitud es el hombre que ha de defender la Libertad (citado en Melden, 1974).
Una cuestión vinculada a ésta es el hecho de que los derechos tienen connotaciones legales y parecen implicar en cierta medida que está justificado el uso de la fuerza para protegerlos.

La historia reciente de la noción de derechos proporciona una segunda justificación pragmática. En todo el mundo y bajo todo tipo de régimen político se comprende y acepta de forma general la apelación a derechos. No es magra ventaja para una noción moral el que se considere válida en muchas naciones y culturas y que tenga al menos el potencial de obligar a los gobiernos a observar importantes limitaciones morales.
4. A favor y en contra de los derechos
Llegados a este punto podemos considerar las cuestiones concretas antes citadas:
1. ¿Quién o qué puede tener derecho? Diferentes autores han sugerido diversos criterios para incorporar a una entidad bajo la gama de derechos protegidos. Una distinción amplia es que si se entiende que un derecho es una potestad, a ejercer o no por decisión de su titular, sólo pueden tener derechos los seres capaces de elegir. Pero si se entiende un derecho como una autorización, vinculada a prohibiciones a la interferencia de terceros, los derechos pueden considerarse beneficios abiertos a cualquier tipo de entidad susceptible de beneficiar a alguien.
Algunos de los criterios específicos sugeridos en este marco son más restrictivos que otros. La capacidad de sufrir incorpora al mundo animal al ámbito de los derechos pero excluye, por ejemplo, al ser humano en coma irreversible (una cuestión importante para decidir quién o qué tiene un derecho a no ser objeto de experimentación dolorosa pero científicamente importante). El tener intereses es un criterio que podría incluir, además de los animales, al feto o embrión humano. Y quizás también a elementos del mundo natural como árboles y plantas. El poseer razón y tener capacidad de elegir parecen limitar los derechos a las personas, pero algunos animales tienen ambas capacidades en grado limitado. Y por último, la exigencia de ser una persona no soluciona la cuestión de los criterios de tener derechos en potencia, pues estos criterios se proponen ellos
mismos como definición de lo que es ser persona, una cuestión moral controvertida además de compleja desde el punto de vista legal.
En resumen, parece que no hay una solución consensuada a priori a la cuestión de quién o qué puede tener derechos. El estrechar o ampliar el círculo parece ser cuestión de la generosidad o empatía de la persona que realiza el juicio. No obstante, si es demasiado amplio el criterio adoptado, la afirmación de derechos tenderá a perder su fuerza específica; si es demasiado estrecho, debilitará la importante fuerza intuitiva de la noción omitiendo a los grupos de personas considerados más fundamentales. Algunas de estas cuestiones se abordan en otros lugares de esta obra, por ejemplo en el artículo 24, «La ética ambiental», el artículo 25, «La eutanasia», el artículo 26, «El aborto», y el artículo 30, «Los animales».
2. ¿Cuál puede ser el contenido u objeto de un derecho?En cierta medida la respuesta a esta cuestión dependerá de la respuesta a la precedente. Si el tener intereses es una cualificación esencial para tener derechos, los derechos consistirán en todo lo necesario para proteger o fomentar aquellos intereses. Si se distingue la capacidad de sufrir, esto sugiere que los derechos son exigencias pasivas contra las acciones de los demás que causan dolor. Si se proponen como criterios la posesión de razón y la capacidad de elección, los derechos serán derechos a obrar de determinada manera, y a que se proteja de la interferencia de los demás nuestra libertad de accion. Sin embargo, una condición amplia es que la conducta de los demás sea relevante para proteger el derecho; un derecho al aire puro, por ejemplo, sólo tiene sentido en relación a la polución causada por el ser humano, y sería una exigencia carente de sentido frente al cambio meteorológico que escapa al control de los seres humanos.
3. ¿ Cómo pueden justificarse los derechos? Como se indicó anteriormente, en el pasado esta cuestión se ha respondido en términos de la teoría del contrato social, defendida por Hobbes, Locke y Rousseau. Una justificación contemporánea en estos términos es la que ofrece el filósofo norteamericano John Rawls en su libro Una teoría de la justicia. La teoría de Rawls se basa en un experimento intelectual en el que personas («partes racionales de un contrato») separadas por un «velo de ignorancia» del conocimiento de su suerte particular en la vida (riqueza, estatus social, capacidades, etc.) reflexionan sobre las normas de la vida social que suscribirían de antemano para someterse a ellas, fuese cual fuese su posición posterior en la vida. Al igual que Locke, Rawls afirma que se comprometerían con las condiciones básicas de libertad y de igualdad cualificada.
Sin embargo, las justificaciones del contrato social parecen exigir un compromiso previo con los derechos que pretenden justificar. Esta objeción la sortean las teorías que fundamentan los derechos en la utilidad. J. S. Mill ofreció una justificación de este tipo en su ensayo El utilitarismo, donde afirmaba que los principios como libertad y justicia contribuyen a largo plazo a la felicidad humana, una posición también nuclear en su ensayo Sobre la libertad.
El filósofo inglés contemporáneo R. M. Hare también fundamenta los derechos en la utilidad pero, a diferencia de Mill, reconoce que en consecuencia pueden darse circunstancias en las que se tengan que sacrificar los derechos -en particular, si la suma de las preferencias de las personas lo avala.
Así pues, una justificación utilitaria no puede otorgar prioridad a los derechos. Si esto es lo que se exige a una defensa de los derechos, este propósito se alcanza mejor vinculando la cuestión de la justificación a dos cuestiones recientemente aludidas: las relativas a i) los sujetos y u) al contenido de los derechos. Esta es la justificación que ofrece el filósofo norteamericano Alan Gewirth, quien afirma que son necesarios los derechos para que las personas sean capaces de obrar como agentes morales, mostrando autonomía en el ejercicio de la elección.
Sin embargo algunos filósofos considerarían que los derechos no precisan justificación ulterior, sino que suponen una exigencia moral por sí mismos. Si esto es así, resultará posible una moralidad basada en los derechos. Sin embargo, la idea de que los derechos se justifican a si mismos puede defenderse sin tener que suponer necesariamente que sean el elemento fundamental o primario del discurso moral. Una razón para adoptar una noción más limitada es que el lenguaje de los derechos por sí solo puede ser insuficiente para cubrir importantes ámbitos de la moralidad. Por ejemplo, las consideraciones ambientales de importancia vital pueden ser difíciles de expresar en términos de derechos. No obstante, frente a esta objeción particular podría decirse que los derechos ambientales pueden volverse igual de efectivos sin atribuir derechos a objetos inanimados -los derechos de las generaciones futuras podrían tener las mismas implicaciones para la práctica por lo que respecta al mantenimiento de la integridad del planeta.
4. ¿Son inalienables los derechos? El que un derecho sea o no inalienable es cuestión de si puede imputarse o transferirse a otra persona. Los llamados «derechos matrimoniales» constituyen un buen ejemplo de derechos inalienables en este sentido. Pero aquí hay que establecer también otro contraste: si bien se puede renunciar o dejar de lado algunos derechos, otros pueden considerarse demasiado importantes para ser postergados incluso por un titular que esté dispuesto a ello. Estos derechos fundamentales serían los de la vida y la libertad. Pero si bien normalmente se convendría en que este principio invalida la disposición a venderse como esclavo, es más problemático si anularía la decisión racional de una persona enferma de pedir la eutanasia.
5. ¿Existen derechos absolutos? El problema más difícil para cualquiera que desee mantener que determinados derechos son absolutos es que algunos de estos derechos pueden entrar en conflicto entre sí. Esto significa que puede no ser posible respetar un derecho sin violar otro. Por ejemplo, el derecho de un autor a publicar lo que quiera sin censura puede entrar en conflicto con el derecho que reclama un grupo religioso a no ser ofendido en sus convicciones más profundas. O bien un policía puede requisar un coche privado para dar caza a un criminal. Si los derechos en cuestión son derechos a bienes, entonces resulta aún más claro que puede no ser posible que todo el mundo tenga, por ejemplo, tratamiento médico moderno, o una vivienda no saturada.
Así pues, si existen derechos absolutos habrá muy pocos derechos semejantes -quizás sólo el derecho a la vida y a la libertad. Pero incluso aquí el derecho a la vida de una
persona puede tener que contraponerse con el de otra, o con el de varias otras personas. Y constituye un principio legal aceptado, que no se considera una violación de derechos, que una persona pierda su libertad si la utiliza para amenazar los derechos de los demás. En la práctica, las declaraciones de derechos de las Naciones Unidas sólo dejan un derecho sin cualificar -el derecho a no ser torturado. Todos los demás derechos son cualificados y se someten a las necesidades de los Estados.
Así pues, los derechos, aun cuando puedan justificarse a sí mismos, no pueden permanecer separados. No son más que uno de los elementos de una moralidad universal, si bien un elemento importante por cuanto forman, junto a otras nociones morales básicas, parte de una concepción del primado de lo ético en los asuntos humanos. Este tipo de perspectiva tiene como rasgo distintivo el basarse en lo que los seres humanos tienen en común, sus necesidades y capacidades comunes, y en la creencia de que lo que tienen en común es más importante que sus diferencias.
Sin embargo, incluso en esta limitada función han sido objeto de ataques desde diferentes posiciones. Para empezar, parecen inaceptables a los utilitaristas, pues obstaculizan la búsqueda incondicionada del bien social. De hecho, Jeremías Bentham descartó como absurda la noción de derechos naturales en una famosa frase y también rechazó los derechos naturales como «absurdos levantados sobre pilares». Sin embargo es importante recordar que la supresión de derechos fundamentales como el derecho a la libertad de expresión, la libertad de asociación, la libertad de publicación, al habeas corpus y a no ser encarcelado ni ejecutado arbitrariamente ha parecido con frecuencia a los esperanzados reformadores políticos un paso esencial en el camino hacia el milenio.

Esto proporcionaría una justificación utilitarista de los derechos, pero dada la capacidad humana de autoengaño, es mejor considerar que proporciona una justificación directa e independiente de los derechos (no obstante, esta misma pretensión -que es mejor considerar que los derechos están justificados independientemente de la utilidad- es algo que el utilitarista puede aceptar (privadamente) por razones utilitarias).
También los marxistas han criticado la noción de derechos, no sólo porque los derechos individuales pueden interponerse en el progreso social, sino también porque no encajan en el relativismo cultural e histórico que constituye un elemento central de la teoría marxista. Como van más allá del contexto social y económico, son incompatibles con una teoría que presenta los asuntos humanos y la sociedad humana como producto de semejantes factores. No obstante, recientemente los marxistas han reinterpretado y reformulado la noción de derechos, y han hecho uso de ella en diversos movimientos populares y revolucionarios (la ética marxista se expone en el artículo 45, «Marx contra la moralidad»).
Sin embargo, los derechos universales no sólo plantean problemas a la izquierda política. También son objeto de crítica por parte de los pensadores conservadores en la tradición heredera de los escritos del filósofo político del siglo XVIII Edmund Burke. La objeción conservadora es que una doctrina de los derechos socava la integridad de la cultura y usos existentes en épocas y lugares particulares. Es por razones de este tipo que las culturas actuales basadas en religiones como el Islam, pueden rechazar la atención liberal hacia los derechos. Además, fuera de las democracias liberales, la presión en favor de los derechos puede ser considerada una muestra de imperialismo cultural por parte de los países liberales de Occidente.
Por lo general, los escritores actuales de la tradición conservadora critican el individualismo implícito a las declaraciones de derechos. Consideran desarraigado al individuo del liberalismo occidental y desean sustituir la idea de individuo como átomo social por la idea de individuos con roles sociales determinados en una comunidad orgánica. Recientemente Alasdair MacIntyre ha presentado una crítica general del liberalismo occidental formulada en estos términos.
Así pues, el individualismo liberal, la perspectiva propia de la teoría de los derechos, es objeto de ataques desde la izquierda y la derecha, y tanto desde dentro como desde fuera de las democracias liberales. Frente a estas críticas, puede decirse que el intento por formular una lista limitada de libertades políticas clásicas va a encontrar la resistencia de fuertes movimientos políticos con objetivos potencialmente totalitarios. Sin embargo, al evaluar esta oposición es importante recordar que la noción de derechos universales proporciona un marco moral a la ley de cualquier régimen político. Los derechos no son incompatibles con la responsabilidad social. En realidad la presuponen, por cuanto la afirmación de derechos supone necesariamente el reconocimiento tanto de los derechos de los demás como de los propios. Estos contribuyen más a la utilidad general -el bien general o común- si se reconocen de manera independiente que si se consideran instrumentos para garantizar aquél bien. Desde un punto de vista político y ético, ellos mismos forman parte de ese bien. Su justificación última no es que de hecho tengan una aceptación universal, sino más bien que, en razón de la aportación que pueden hacer para la realización de las esperanzas y aspiraciones humanas (la «consumación» del ser humano) tienen el potencial para garantizar un acuerdo y aceptación generalizados. A la postre, el conseguir esta aceptación es una tarea de persuasión y argumentación, y no de demostrar hecho alguno, tanto legal como político o científico.
El ideal moral liberal encuentra su expresión más coherente en la doctrina de los derechos universales, y sólo puede realizarse plenamente en un contexto político en el que se respeten y reconozcan estos derechos.