martes, 3 de mayo de 2011

AMOR ERÓTICO, de PHYLÍA y AGÁPICO. Benedicto XVI.

Encíclica “Deus est Caritas”. 1ra. Parte, (25 enero 2006)
  
El objetivo de Ratzinger en la Encíclica no es filosófico, sin embargo, en la 1ª parte hace un abordaje filosófico del amor erótico, de phylía y agápico en los hebreos y los griegos, que son un resumen serio, y en la medida que nos ahorra embarcarnos en lecturas múltiples sobre estos temas es también útil. A su vez nos sirve para complementar lo ya visto sobre el pensamiento hebreo.

“El israelita creyente reza cada día con las palabras del libro del Deuteronomio, que compendian el núcleo de su existencia: ´Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (6,4-5)... y en el Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19,18).
En el AT griego se usa sólo dos veces la palabra eros...de los tres términs griegos relativos al amor – eros, phylía (amor de amistad) y ágape- los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (phylía) a su vez, es aceptado y profundizado en el evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Ese relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra ágape, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con reciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio...La Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesto en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos haga pregustar algo de lo divino?
Pero, ¿es realmente así?, el cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?. Recordemos el mundo precristiano. Los griegos – sin duda análogamente a otras culturas- consideraban el eros ante todo como un arrebato, una “locura divina” que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: ´Omnia vincit amor´, dice Virgilio en las Bucólicas, y añade: ´et nos cedamus amori´, rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentran la prostitución “sagrada” que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento  se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró la guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la “locura divina”: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación, para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.
En estas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esa meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.
Esto depende ante todo de la constitución  del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazarla carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: “¡Oh Alma!”. Y Descartes replicó: “¡Oh Carne!”. Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor –el eros- puede madurar hasta su verdadera grandeza...El eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía...La fe judeo cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma...Ciertamente el eros quiere remontarnos “en éxtasis” hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación.
¿Cómo hemos de describir este camino de elevación y purificación, cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente? Una primera indicación importante podemos encontrarla en el Cantar de los Cantares, libro de poesías de amor escrito quizá para una fiesta nupcial israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el “amor”. Primero, la palabra “dodim”, que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término “ahabá”, que la traducción griega del AT denomina con el vocablo “ágape”, el cual se convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún lo busca.
A estas alturas nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el amor “mundano” y ágape como denominación del amor fundado en la fe. Con frecuencia uno y otro se contraponen, uno como amor “ascendente” y el otro “descendente”. Hay otras clasificaciones afines, como por ej. la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade el amor que tiende al propio provecho...En realidad eros y ágape nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad- , al aproximarse la persona al otro se planteará cada menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro. Así, el momento del ágape se inserta en el eros inicial. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir.
A las preguntas formuladas hemos encontrado una primera respuesta todavía más bien genérica: en el fondo, el “amor” es una única realidad, si bien con diversas dimensiones, según los casos una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También hemos visto que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos: la imagen de Dios y la imagen del hombre.

Novedad de la fe bíblica

Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara...En la fe bíblica es claro: “El Señor nuestro Dios es solamente uno”. Existe un solo Dios, que es el creador y es Dios de todos los hombres. Aquí hay dos elementos singulares: que los otros dioses no son Dios y que toda la realidad se remite a Dios, es creación suya...Estima a cada creatura porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha “hecho”. Y el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. La potencia divina a la que Aristóteles, en a cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser –como realidad amada, esta divinidad mueve e mundo (Aristóteles, “Metafísica”)- pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante es también totalmente ágape (Pseudo Dionisio Areopagita, “Los nombres de Dios”, donde llama a Dios eros y ágape al mismo tiempo)...No solo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del ágape en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido “adulterio”, ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en eso se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte Efraím, cómo entregarte Israel?...Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11,8-9). El amor apasionado de Dios por el hombre es un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristianismo ve perfilarse ya en esto, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.
El aspecto filosófico e histórico – religioso que se ha de subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas –el Logos, la razón primordial- es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el ágape...Se da ciertamente una unificación del hombre con Dios –sueño originario del hombre- , pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos –Dios y hombre- siguen siendo ellos mismos...
La novedad de la fe bíblica consiste como vimos en la imagen de Dios, la segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del hombre.
“¡Esta sí es que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gén2,23), “Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén2,24). En estas palabras hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre, solo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, “se convierten en una sola carne”. No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en una amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo, y viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene paralelo alguno en la literatura fuera de ella...
En el desarrollo de este encuentro entre Dios y el hombre se muestra que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad...El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por concluido y completado, se transforma en el curso de la vida, madura, y por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío (S. Agustín, Confesiones).
De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia. Consiste en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Su amigo es mi amigo....

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